Con los músculos aún adoloridos pero el ánimo intacto, partimos temprano rumbo al norte. La etapa estuvo marcada por largas rectas, horizontes abiertos y el encuentro esporádico con algún peregrino solitario.
Al acercarnos a Zamora, el paisaje se volvió más urbano, pero no menos mágico. Entrar en su casco histórico fue como cruzar una puerta en el tiempo: calles empedradas, iglesias románicas y un río Duero que nos regaló una puesta de sol inolvidable. Cenamos junto a otros ciclistas en un ambiente de camaradería espontánea, como si nos conociéramos desde siempre.
A la salida, de nuevo, aguarda otra pista rodeada de hectáreas y hectáreas de terreno. Tras varios toboganes llegaremos hasta la primera cancela, punto en el que torna el paisaje, ahora más poblado de encinas. Las señales pueden desaparecer tras una de las numerosas cancelas que vamos sorteando. Si ocurre esto, en lugar de tirar hacia la casa y la finca que tenemos ligeramente a la izquierda, tenemos que seguir pegados al muro de piedra para cruzar el cauce de un arroyo y tras 150 metros girar a mano izquierda tras otra puerta.
Continúa así otro bonito tramo por otra zona de carrascas y encinas, una de las últimas que podremos saborear, ya que en breve aparece un universo menos verde y sí más ocre que nos anuncia el reino de las pistas de concentración, que traerá también la ausencia de sombras. Pasamos junto a las casas de Aldeanueva y por la cañada de Miranda llegamos en algo más de 3 kilómetros hasta el cruce de Miranda de Azán, población que dejamos a mano derecha.
Cruzamos en breve sobre el arroyo de la Fuente de la Porra y perseveramos en nuestra cruzada otros 3,5 kilómetros. Llegamos así hasta un farallón rocoso conquistado por una cruz metálica amarilla, —Cruz del Peregrino— donde hace equilibrios una miniatura de Santiago peregrino. Allí, en lo alto de una pequeña loma, entre campos abiertos y silencio castellano, nos detuvimos.
No era una parada física, era algo más profundo. Cada uno se acercó a su ritmo, algunos en silencio, otros con una piedra en la mano, como manda la tradición. Se dejan allí no solo las piedras del camino, sino también las del alma.
Miramos atrás: lo pedaleado. Miramos adelante: lo que queda. Y entendimos que el Camino no se mide solo en kilómetros, sino en momentos como este, donde uno respira hondo y se sabe parte de algo más grande.
Una foto, una promesa, un pensamiento. Y a seguir pedaleando, con el corazón un poco más ligero. Al frente, Salamanca. Avivamos el ritmo y dejamos el trazado nítido de la pista para dar finalmente con la autovía, que sorteamos por debajo.
Llegamos a una rotonda y continuamos de frente hasta un parque, que atravesamos. Después de pasar el túnel bajo las vías alcanzaremos la calle Carretera de Fregeneda, tras la cual cruzaremos el espectacular puente romano sobre el río Tormes. Ya estamos en Salmantice. A la salida del puente, tras el berraco vetón, seguimos las conchas repartidas por el suelo de sus calles.
Salamanca: piedras doradas, catedral inmensa y cervezas en la plaza
Entrar en Salamanca en bicicleta tiene algo de ceremonia. Después de tantos pueblos pequeños, caminos polvorientos y silencios rurales, llegar a una ciudad como esta —viva, monumental, eterna— sacude los sentidos. Las piernas, cansadas pero orgullosas, nos llevaron hasta la entrada del casco histórico. Y allí, de repente, se alzaba la catedral, majestuosa, inmensa, dorada bajo el sol.
Nos detuvimos en silencio frente a ella. Algunos bajaron de la bici, otros simplemente se quedaron quietos, pedaleando en seco el asombro. No se trataba solo de admirar la arquitectura; era entender que el Camino también tiene momentos de contemplación, de pausa profunda. En ese instante, cada piedra parecía hablarnos de historia, de fe, de viajeros que, como nosotros, habían llegado hasta allí buscando algo que no siempre se pone en palabras.
Fotos, abrazos, agua, y una promesa: volver algún día con más calma. Pero el Camino seguía… y nos empujaba hacia el corazón palpitante de la ciudad: la Plaza Mayor.
Allí, entre soportales, terrazas llenas de vida y conversaciones cruzadas, nos sentamos por fin. Las bicicletas descansaban apoyadas en grupo, como si también ellas compartieran nuestra satisfacción. Y nosotros, con los cascos sobre la mesa y las mochilas a los pies, levantamos los cafés con una sonrisa colectiva que decía más que cualquier brindis. Café. Amistad. Camino.
Degustamos ese momento con la misma intensidad con la que veníamos recorriendo cada kilómetro. Salamanca nos ofrecía una pausa distinta: no solo física, sino festiva, luminosa, urbana. Una celebración modesta pero profundamente merecida.
Cuando el sol golpeaba fuertemente los tejados y la piedra se volvió aún más dorada, entendimos que estábamos viviendo algo especial. Que no solo se trata de llegar a Santiago, sino de saborear cada parada como si fuera un destino. Y Salamanca, sin duda, lo fue.
La primera casilla de este largo tramo está situada sobre un adoquín de la plaza Mayor charra. Una vieira de bronce guía nuestros pasos por la calle Zamora y el paseo del Doctor Torres Villarroel, donde veremos un mojón que señala la cifra de los kilómetros restantes a Santiago: 444. ¡Ánimo! Llegamos así a la glorieta Santiago Martín “El Viti”, presidida por la majestuosa escultura de un toro bravo, y, tras ella, pasamos junto al colegio Santa Teresa Jesús y un centro comercial.
Siempre en dirección Zamora vamos dejando atrás los puntos kilométricos 338 y 337 de la SA-11, que no es otra que la N-630, y tras una rotonda se alza a nuestra derecha el estadio de fútbol Helmántico. Sorteamos por debajo la A-62 y continuamos por el arcén de la N-630. Unos metros antes del punto kilométrico 335, por fin, dejamos el asfalto. Progresamos por pista hasta la cercana Aldeaseca de Armuña. Entramos por la calle Ruta de la Plata, luego calle Frontón y giramos a la izquierda por la calle Campillo hasta la iglesia parroquial.
Hay que rodear este templo del XVI, girar a la izquierda y continuar de frente. Vemos que sale un camino a la derecha. Ojo porque es el antiguo camino, ahora cortado por la autovía, que no debemos seguir. Seguimos recto, rodeando el pueblo por la calle asfaltada, hasta el siguiente cruce, con un poste eléctrico. En este punto hay varias flechas que nos animan a continuar por el camino de la derecha. Éste se dirige hacia unas naves, que pasamos. A unos cien metros vemos la autovía y el paso por debajo de la misma. Doscientos metros después hay otro cruce. Varias flechas nos indican que tomemos la pista de la derecha, que seguimos en leve subida. Luego bajamos para cruzar el arroyo de la Encina. Seguidamente subimos de frente por la larga pista hasta un campo de fútbol. Bordeamos el recinto de juego y llegamos a Castellanos de Villiquera.
Atravesamos el pueblo por la calle Vía de la Plata y al otro extremo, tras pasar un pequeño parque, seguimos por un camino con tapiadas a ambos lados. Concentrados en el horizonte, en el que sobresale la torre de la iglesia de Santa Elena, avanzamos sin pérdida hasta Calzada de Valdunciel.
Por la calle Carrascal llegamos a la plaza de la Constitución y continuamos por la calle Ruta de la Plata. Al final de esta calle nos toparemos con una hilera de grandes piedras cilíndricas, hoy a modo de escultura e identificadas como probables restos de miliarios de la Vía XXIV del Itinerario de Antonino.
Salimos de Calzada de Valdunciel cruzando sobre el arroyo de la Vega, tras el que viene una pista que pasa junto a un merendero y una pequeña laguna. Más adelante, atendiendo a una señal metálica con la inscripción Camino de Santiago, giramos a la derecha y continuamos por una recta de más de kilómetro y medio que nos lleva junto a la N-630. En breve, al llegar al regato San Cristóbal, pasamos bajo la A-66 y junto a una caseta y desembocamos en la N-630. Atravesamos un río por la N-630 y volvemos a pasar bajo la autovía para tomar un camino de gravilla fina. Éste fue creado de forma específica para los peregrinos y avanza paralelo a la autovía. No hay pérdida, así que olvidaros de la N-630. Cruzaremos la SA-CV-115 que se dirige a Valdelosa y seguiremos el camino de frente, siempre con la referencia de la A-66. A través de este camino, habilitado en 2009 tras la inauguración de la autovía, de algún corto tramo de la N-630 y de la antigua carretera de acceso al Cubo de la Tierra del Vino, llegaremos tras casi 14 kilómetros a la primera población zamorana de la Vía de la Plata. Entramos por la calle Mayor a la localidad.
En El Cubo de la Tierra del Vino, hicimos una parada breve pero necesaria. El nombre ya lo dice todo: tierra que da fruto, tierra que acoge. Entre casas bajas y calles tranquilas, encontramos un pequeño bar donde reponer fuerzas, estirar las piernas y dejar que el sol nos acariciara sin prisa.
Brindamos con cervezas, y alguna broma fácil sobre el vino que no pudimos probar, pero que parecía flotar en el aire. Fue un momento sencillo, pero lleno de esa hospitalidad castellana que no necesita adornos.
Seguimos camino con una sonrisa. El Cubo quedó atrás, pero su nombre… imposible de olvidar.
Bajamos por las calles Toro y García de la Serna hasta la calle Mayor. Giramos a la izquierda, dejando a nuestra derecha la plaza Conde Retamoso y, tras pasar la iglesia de Santo Domingo de Guzmán, cruzamos el puente sobre el arroyo San Cristóbal. Atención, porque a escasos cincuenta metros hay que salir de la carretera y girar a la izquierda por una pista que nace junto a una chopera.
Se presentan así más de cinco kilómetros por pista, siempre flanqueados por el trazado de la vía del tren que avanza por nuestra derecha. Así, con la compañía de los raíles y de las señales oxidadas de “Ojo al tren, Paso sin guarda”, calentamos motores. A los dos kilómetros del inicio de la pista nos recibirá un panel del Ayuntamiento de Corrales del Vino con la leyenda Siste Viator, un breve repaso a la historia de estas tierras que ahora pisamos. Tres kilómetros más adelante, pasados los cinco que anunciábamos, unas señales amarillas nos indican girar a la izquierda en un cruce, alejándonos definitivamente de la vía del tren.
En cincuenta metros volveremos a desviarnos, esta vez por la pista de la derecha. Continuamos sin interrupción por esta recta, surgida como tantas otras a consecuencia de la concentración parcelaria. A un kilómetro del último desvío veremos una granja solitaria y un kilómetro más adelante harán acto de presencia algunas masas de pinos. El trazado comienza a descender suavemente, explorando un terreno donde se hacen más patentes los viñedos, y pasa junto a un miliario moderno con la inscripción “Vía de la Plata – Villanueva de Campeán”. El camino de la derecha lleva hasta las ruinas del convento Franciscano del Soto. Continuamos de frente alcanzaremos otro miliario similar y tras cruzar una carretera entraremos en Villanueva de Campeán.
Villanueva del Campeán: pausa al mediodía y mesa compartida
El sol ya caía a plomo cuando llegamos a Villanueva del Campeán, y el estómago marcaba su propio ritmo: era hora de parar. Encontramos un pequeño restaurante con menú casero, de esos que no necesitan más carta que la pizarra del día y el aroma que llega desde la cocina gestionada por nuestro amigo y compañero Gerardo.
Nos sentamos al fresco, las bicis descansando cerca, y dimos cuenta de un almuerzo sencillo pero reparador: jamón ibérico, queso zamorano y pan reciente, y ese vino de la casa que sabe mejor cuando lo compartes con compañeros de ruta.
Villanueva nos ofreció algo más que comida: nos regaló conversación, sombra y una hora de reposo. El cuerpo lo agradeció. Y el Camino, como siempre, esperó paciente.
Villanueva se atraviesa de sur a norte por la calle Calzada y, tras cruzar otra carreterita, se continúa de nuevo por pista. Un último miliario despide nuestra marcha y en novecientos metros traspasamos el arroyo de los Barrios. En la siguiente media hora no tendremos que preocuparnos por los cruces, ya que seguiremos de frente. Al fondo veremos el pueblo de San Marcial (si queremos podemos desviarnos a San Marcial que cuenta con un bar para luego volver al trazado del camino por la ZA-313 en dirección Entrala), pero ojo, no llegaremos hasta él. Tenemos que desviarnos a la derecha en un cruce. Pasaremos en breve sobre un arroyo y de seguido giraremos de nuevo, esta vez a la izquierda. Avanzando por esta nueva pista, con la vista de San Marcial a mano izquierda, cruzaremos otra pista y seguiremos de frente por un camino que asciende una loma. En el repecho se puede apreciar a la derecha la localidad de El Perdigón. Llegaremos así hasta la carretera ZA-313 o 305, desde la cual podremos distinguir la ciudad de Zamora, aún distante 11 kilómetros.
Avanzaremos por la carretera durante un kilómetro, abandonándola por la izquierda antes de llegar al cruce de Tardobispo. Surge así un camino hundido entre los terrenos de labor que pasa en su recorrido junto a una granja y varios rediles, donde nos reciben los ladridos y balidos de sus habitantes. Cuatrocientos metros más adelante hay que girar a la izquierda y en unos cientos de metros a la derecha. Tras una recta de casi un kilómetro se cruza el arroyo del Perdigón y se continúa por la pista de la derecha.
Ya se puede ver el trazado del ferrocarril y de nuevo la señales en aspa de precaución. La pista nos lleva a cruzar una carretera que lleva al polígono industrial situado a la izquierda, aunque nosotros seguimos de frente tras este cruce y continuamos por un tramo desdibujado que lleva hasta unas naves agrícolas. Pasamos junto a unas casas, una de las cuales lleva por nombre La Sierna, y al frente ya tenemos Zamora casi a nuestros pies.
Dejamos a un lado una fábrica de hormigones, cruzamos la carretera y descendemos por la calle de Fermoselle, avanzando ya en paralelo a la orilla del río Duero. Aún se mantienen, volteados y luchando contra la corriente, algunos restos del puente viejo. Nosotros salvamos su cauce por el puente medieval y entramos en Zamora, la romana Ocelo Duri, por la calle del Puente. Seguimos hasta la plaza Santa Lucía, donde se encuentra la iglesia del mismo nombre y el museo provincial, y subimos por la cuesta de San Cipriano.
La llegada a Zamora tuvo algo de alivio y algo de orgullo. Las etapas se iban acumulando en las piernas, y también en el alma. El cuerpo empezaba a pedir pausas más largas, y el espíritu, aunque firme, agradecía los pequeños homenajes. Zamora, imponente sobre su meseta junto al Duero, nos recibió con la dignidad de ciudad antigua y con la calma de quien sabe que no necesita alardes.
Pedaleamos hasta el casco histórico atravesando calles tranquilas, con ese tono castellano seco y noble que envuelve la ciudad. Nos detuvimos brevemente frente al río, como si quisiéramos que la corriente se llevara un poco del cansancio. Luego, sin prisa pero sin pausa, fuimos al lugar donde pasaríamos la noche.
Y, cómo no, allí estaba él: Gerardo, nuestro centinela de confianza, el que siempre llegaba antes para que nada fallara. Ya había gestionado el alojamiento, nos esperaba con la furgoneta abierta, agua fría, fruta, y ese aire de médico que lee las caras antes que los síntomas. “Hoy dormís bien, que mañana el perfil no perdona”, nos dijo, mientras nos repartía llaves y alguna crema milagrosa.
El albergue o pensión —da igual cómo se llame cuando el cuerpo está rendido— nos pareció un oasis. Ducha caliente, ropa limpia, y esa sensación de que, por una noche, la ruta podía detenerse. No había prisas, solo descanso.
Salimos a caminar un rato por el centro, con las luces de Zamora tiñendo las piedras de ocre. Cenamos tranquilos, compartimos historias, reímos con la complicidad de quienes ya llevan mucho camino juntos. En cada rincón se respiraba historia, pero también algo más: una paz profunda que solo sienten quienes han llegado por sus propios medios, paso a paso, pedal a pedal.
Esa noche, bajo el cielo castellano, dormimos con la certeza de que todo estaba en su sitio: las bicis seguras, los cuerpos aliviados, y Gerardo —como siempre— pendiente de todo, sin hacer ruido, pero sosteniéndolo todo.
Antes de que arribaran los romanos a España (año 217 a.C.), el lugar que ocupa hoy Salamanca estaba poblado por los vetones, pastores trashumantes que evolucionaron hacia una vida más sedentaria construyendo para vivir castros e incluso complejos amurallados. El asentamiento de Salmantice debía extenderse en más de 20 hectáreas y, ya romanizado, sirvió de excelente mansio en el recorrido de la Vía de la Plata. Conocida también por el sobrenombre de Ciudad Universitaria o Ciudad Dorada, es Patrimonio de la Humanidad desde 1988 gracias a la belleza de sus monumentos, construidos con la piedra arenisca de la localidad salmantina de Villamayor de Armuña.
Para más información se puede consultar también la Web de Turismo de Salamanca.
Equidistante entre las ciudades de Salamanca y Zamora, alzado en la meseta, El Cubo se caracteriza por sus gentes acogedoras. Las balconadas repletas de flores logran trasmitir una imagen alegre de la población. A las afueras todavía permanecen algunas bodegas excavadas en la tierra, donde se elabora el vino familiar y se mantiene la tradición del encuentro.
Villanueva de Campeán está situada en la falda del cerro de La Esculca.
La vieja ciudad se asienta en una gran peña que domina el río Duero y es esa inmejorable situación la que hace suponerla fundada en tiempos remotos. Zamora es la Ciudad-Museo del Románico. El casco antiguo alberga una veintena de iglesias de este estilo arquitectónico, de las que aproximadamente la mitad conservan su estructura primitiva casi de forma íntegra.
"El ciclismo no es un juego, es un deporte. Duro, difícil e implacable, y requiere grandes sacrificios."
Jean de Gribaldy