Salimos de Plasencia con el alma llena de ilusión, las bicicletas listas y el corazón abierto a lo desconocido. Dejamos atrás el paisaje familiar del norte de Extremadura para adentrarnos en la vasta dehesa salmantina, pedaleando entre encinas y bajo un cielo amplio que parecía no tener fin.
La jornada fue exigente, con repechos que nos recordaban que el Camino es tan físico como espiritual. Más de 100 kilómetros después, llegamos a Morille, un pequeño pueblo de espíritu tranquilo, donde la hospitalidad fue el mejor de los regalos y el descanso, un bálsamo para el cuerpo.
Amanecía sobre Plasencia cuando los bicigrinos, todavía adormilados pero emocionados, comenzaron a reunirse en el Parque de los Pinos, entre ellos los compañeros de rutas Indalecio y Emiliano que nos acompañaron a Hervás. El rumor de las hojas, el canto de los pavos reales y el frescor de la mañana creaban un ambiente sereno, como si la ciudad quisiera darnos una despedida en voz baja. Las bicis ya estaban listas: revisadas, cargadas y con los primeros rayos de sol reflejándose en los radios como pequeñas señales de partida.
Aquel rincón verde se llenó de abrazos, bromas y alguna lágrima contenida. Algunos amigos habían madrugado más que nosotros solo para venir a despedirnos. Nos ofrecieron palabras de ánimo, últimos consejos (“ojo con las cuestas de subida”) y alguna que otra broma para quitar tensión: “¿Estáis seguros de que esto va a Galicia y no a Portugal?”, soltó uno entre risas. Su presencia fue más que un gesto: fue un empujón emocional, una carga de energía que nos llevamos en las alforjas sin ocupar espacio.
Tras la foto de grupo junto al acueducto, con los pavos reales como testigos silenciosos, ajustamos cascos, y pusimos rumbo a San Lázaro. La ciudad aún dormía, pero nosotros ya habíamos comenzado a despedirnos del suelo conocido. Las calles tranquilas nos llevaron al barrio de San Lázaro que mezcla lo urbano con lo rural, y que actúa como compuerta entre la seguridad y el reto.
Salir de Plasencia no es solo dejar atrás una ciudad; es cruzar una línea invisible hacia lo incierto. Desde San Lázaro, con sus fachadas humildes y vecinos madrugadores, empezamos a ver los primeros repechos y a oler el campo abierto. El Camino, ahora sí, empezaba a rodar. Y aunque ya pedaleábamos rumbo al norte, sabíamos que algo nuestro se quedaba allí, entre los abrazos de los amigos, las raíces del Parque de los Pinos y las primeras palabras de “Buen Camino”.
Hoy comenzamos una de las etapas más bellas y suaves de nuestro Camino: salimos de Plasencia pedaleando por la Vía Verde de la Plata, una antigua vía ferroviaria reconvertida en camino natural. Esta ruta nos lleva por el corazón del Valle del Ambroz, entre paisajes de dehesas, bosques de castaños y pequeñas estaciones ferroviarias con encanto.
La Vía Verde no solo ofrece un trazado cómodo y seguro para los bicigrinos, sino también una conexión directa y natural entre dos joyas del norte de Extremadura: Plasencia y Hervás. A lo largo del camino, disfrutaremos de puentes, túneles, antiguos apeaderos y vistas espectaculares, con el murmullo del río Ambroz acompañando gran parte del trayecto.
Aunque el km. 0 está en la estación de trenes de Plasencia, el túnel de San Lázaro (km. 1) marca realmente el inicio de la ruta. Llegar a este aquí por la senda fluvial junto al río Jerte con vistas a la catedral resulta muy fácil. La referencia será la calle Cristóbal Oudriz. Eso sí, toca un pequeño repecho para ponerse al nivel de la plataforma del ferrocarril.
Desde el inicio la orientación en dirección a Hervás es en ligera subida pero el firme, —siendo el último tramo en haberse incorporado a este Camino Natural Vía Verde— es muy bueno. El túnel de San Lázaro (178 m.) está perfectamente iluminado, pavimentad y es sin duda un inicio de lujo para adentrarse en el monte público de Valcorchero, Paisaje Protegido de Extremadura. Hay que tener en cuenta que el túnel abre a las 9 horas y cierra a las 21 horas (a las 19 horas en invierno). Después de atravesar esta galería ferroviaria un mirador a la derecha nos dejará bonitas vistas sobre la ciudad de Plasencia y el puente sobre el Berrocalillo (150 m) y con siete ojos.
El siguiente gran hito después del viaducto sobre el arroyo Tejoneras es el gran viaducto de Hierro o Gastón Bertier, llamado así en honor al ingeniero que lo diseñó. Junto a él pueden verse los enormes pilares de sillería del primer puente de hierro que cruzaba el Jerte y que tuvo que modificarse a partir de 1929 con la construcción del “nuevo” para permitir el paso de trenes más modernos. Las vistas desde el área de descanso instalada junto a los restos del viejo puente son increíbles con los verticales cañones que forma el río y un lugar desde el que admirar estas dos imponentes obras de ingeniería civil.
Este primer tramo, además de por estas obras de fábrica tan singulares resulta especialmente interesante y atractivo por discurrir entre la zona de matorral mediterráneo, las dehesas de porte y densidad y las altas trincheras donde incluso se practica la escalada.
Después se cruzará por sendos puentes y con enormes garantías de seguridad la N-630 y la autovía A-66. Seguimos en ligera subida, ahora ya más cerca de la carretera nacional hasta el área de descanso de la estación de Oliva de Plasencia. Cruzaremos un puente más sobre el barranco de La Oliva y seguidamente llegamos al cruce de caminos conocido como “El Avión” por el restaurante con terraza ubicado en este punto. Aquí confluyen la autovía, la carretera que va a Cáparra (a 6 km, y muy recomendable su visita) y la vía verde con la abandonada estación de Villar de Plasencia. Una desproporcionada área de descanso detrás de la zona de servicio de la autovía permite parar y reponer fuerzas por si fuéramos escasos de algo.
El paisaje entre dehesas, pastos y cultivos con la presencia de algunos postes con cigüeñas se mantiene mientras se ven los pueblos en la lejanía a media ladera. Poco después pasaremos a desnivel por un paso inferior la N-630 y después nuevamente la A-66 casi sin percatarnos de estar cruzando estas grandes vías rápidas. Así, llegamos hasta Jarilla y sus bares y hostales que quedan al margen de la carretera y muy cerca de la vía verde, lugares muy frecuentados por peregrinos y que permiten hacer un alto en el camino.
Desde este punto la vía se va alejando ya de la carretera para entrar en un espacio mucho más apacible, natural y atractivo atravesando el monte donde es frecuente ver la zona de pastos con ganadería.
Tras cruzar la carretera local que lleva hasta Casas del Monte se alcanza la antigua estación, se avanza entre trincheras horadadas por el ferrocarril, un robledal primero y un bosque de ribera después al llegar al puente de la Garganta Ancha. Tras el puente, un camino a la derecha permite llegar alejados del tráfico a la localidad de Casas del Monte.
Entre encinas y alcornoques nos plantamos en las inmediaciones de Segura de Toro que se puede ver a lo lejos en la sierra de las Cruces Altas. En este pueblo llama la atención un toro de la época prerromana que adorna la plaza. Al pueblo y a sus piscinas naturales (que también existen en Casas del Monte y en Gargantilla) se puede llegar por un camino tras cruzar el puente sobre la Garganta Grande.
Avanzando entre dehesas y tras cruzar el arroyo de Montesinos se llega a la antigua estación de Aldeanueva del Camino y al barrio de la estación. La vía vira hacia el este y va junto a la autovía un rato. Aldeanueva del Camino, donde es fácil encontrarse con la originaria y romana Vía de la Plata, queda cerca y se puede llegar hasta allí a través de un camino cementado que también da acceso a Gargantilla, pueblo situado a la derecha de la vía. Cruzaremos en arroyo Romanillo, mientras el paisaje cambia, siendo ya frecuentes la presencia de robles y melojos mientras la vía se interna en zonas de trinchera excavadas por el ferrocarril en esta sierra.
Hervás queda cerca y las casas de labor se suceden hasta que entramos ya de lleno en la capital del Ambroz tras pasar bajo la carretera CC-102. A partir de este momento habrá que circular con mucho cuidado por la “calle de la Vía” antes de alcanzar la estación de Hervás. Ésta será la primera de las tres estaciones que acogen nuevos usos. En ese caso albergue, café, centro de interpretación del ferrocarril y casa rural.
Para visitar esta imprescindible localidad se puede bajar por la calle “paraje de la estación”. Si se tiene poco tiempo aconsejamos visitar directamente la judería declarada conjunto histórico artístico desde 1969. Materiales autóctonos como la madera de castaño, el adobe y el granito caracterizan su arquitectura típicamente serrana y hacen que el legado sefardí de los conversos del siglo XV sea uno de los mejores conservados. Además, el paso del cantarín Ambroz por la población, donde refrescarse en los días calurosos, y el rico patrimonio histórico artístico (iglesias de San Juan Bautista y Santa María, antaño castillo templario, museos) resulta un must-see en toda regla.
Fue al entrar en Hervás, con sus casas de entramado de madera y el murmullo del río Ambroz como telón de fondo, cuando supimos que el esfuerzo había merecido la pena. La etapa desde Plasencia había sido exigente, pero el aire fresco del pueblo y su calma acogedora nos envolvieron como un premio. Aparcamos las bicicletas en la plaza, exhaustos pero sonrientes, y nos dejamos guiar por el aroma irresistible de los churros recién hechos.
La churrería de la esquina, pequeña pero bulliciosa, se convirtió en nuestro oasis. El aceite chisporroteaba mientras la churrera, con manos sabias y movimientos precisos, moldeaba espirales doradas que caían sobre los platos como trofeos ganados a golpe de pedal.
Nos sentamos en la terraza, rodeados de lugareños que nos miraban con curiosidad y una pizca de respeto. Algunos ya sabían que veníamos de Plasencia. No faltaron los comentarios de aliento: “Eso sí que es fe”, nos dijo un hombre mayor mientras mojaba su churro en el café. Reímos, compartimos anécdotas del camino, y entre sorbos de chocolate caliente y café con leche, revisamos bicis y ánimos.
Allí estaba también Gerardo, nuestro médico particular, vigilante silencioso desde la furgoneta de apoyo. Más que aguador, era nuestra logística viviente: botiquín rodante, ánimo incansable y refugio en caso de apuro. Siempre atento, nos seguiría de cerca en los tramos duros, cuidando que nadie se rezagara demasiado, que nadie callara una molestia que pudiera convertirse en lesión.
Hervás era apenas un respiro en nuestro largo trayecto hacia Santiago de Compostela. Por delante aún nos esperaban días de monte, llanuras castellanas y la mística Galicia, con sus nieblas espesas y sus verdes eternos. Pero en aquel momento, entre el crujido del primer bocado y el calor que nos volvía a las manos, todo el Camino pareció detenerse. Estábamos justo donde debíamos estar.
Y tras ese desayuno compartido, volvimos al Camino, Emiliano e Indalecio regresaron a Plasencia. Más ligeros, más unidos, y un paso —o un pedaleo— más cerca de Santiago.
Tras una pausa merecida en Hervás, donde merece la pena visitar su célebre barrio judío, retomamos la vía en dirección a Puerto de Béjar. Desde allí, enlazaremos con el histórico recorrido de la Vía de la Plata, que nos guiará hacia el norte siguiendo los pasos de peregrinos, comerciantes y viajeros de siglos pasados.
Esta etapa simboliza más que un trayecto: es el tránsito entre el pasado ferroviario y la tradición milenaria del Camino. Pedalear por esta vía es rodar sobre historia viva, con la mirada puesta en Santiago.
Hicimos una breve parada en la antigua estación de Puerto de Béjar, hoy reconvertida en un acogedor bar-restaurante, donde el pasado ferroviario se mezcla con el presente peregrino. Las viejas traviesas han dado paso a mesas de madera, y los silbidos del tren han sido sustituidos por el murmullo de conversaciones y el tintinear de cubiertos.
Llevábamos la intención sentamos en la terraza, —la encontramos cerrada—, con la vía convertida en Vía Verde a un lado y el aire fresco de la sierra al otro. Rodeados de recuerdos de un tiempo en que aquí llegaban viajeros de otro tipo. Ahora, en lugar de billetes y maletas, hay mochilas, cascos de bici y botas polvorientas.
Fue una parada breve, pero con sabor a nostalgia y descanso. Como si el Camino, en su sabiduría, supiera que también hace falta detenerse donde el tiempo parece haberse quedado a vivir.
El edificio, silencioso y con aire de tiempos pasados, nos recibió como un testigo mudo del tránsito de generaciones. No era solo un lugar de descanso; era un umbral. Detrás quedaba Extremadura, con sus dehesas, sus cuestas salvajes, su luz cálida y su hospitalidad sin artificios. Delante, Castilla y León, con sus horizontes abiertos, sus pueblos de piedra y su clima más duro, pero también con nuevas historias esperándonos.
Allí, junto a las vías ya sin trenes, nos detuvimos unos minutos. No por cansancio, sino por respeto. El Camino nos enseñaba que hay que saber parar para entender lo que se ha vivido. Las piernas dolían, sí, pero era el alma la que pedía ese instante. Nos miramos, compartimos unas molestias —cervecitas —, alguna barrita, y muchas miradas cargadas de emoción. Habíamos cruzado una frontera invisible, pero muy real.
Una foto de grupo frente a la estación selló el momento. Era una despedida. No solemne, pero sí sincera. Algunos lanzaron una última mirada hacia el sur, como queriendo grabar en la memoria ese tono dorado de Extremadura al mediodía.
Luego, sin muchas palabras, volvimos a las bicis. El Camino seguía. Cambiaba el paisaje, el acento y el viento, pero la meta —ese lejano y espiritual Santiago— seguía llamándonos con la misma fuerza. Con un pedal en el sur y el otro ya en el norte, arrancamos.
Y así, en Puerto de Béjar, dejamos atrás una tierra… y ganamos otra.
Es en este momento cuando decimos adiós a Extremadura y nos adentramos en Castilla por la provincia de Salamanca. La senda nos devuelve de nuevo a la carretera y por ella alcanzamos el alto. La veterana Casa Adriano y el barrio de la Estación, con albergue incluido. El cambio de paisaje es espectacular y apoteósico, porque ante los ojos del peregrino surge ahora, al llegar a Puerto de Béjar, una panorámica de auténtico privilegio, siendo su patrimonio natural distinguido como Parque Natural de Candelario (1992), Reserva de la Biosfera (2006), Jardín Botánico BIC (2006), Red Natura 2000 (2015) Camino Natural o Vía Verde (2018)
Dejamos la N-630 por la izquierda y pasamos bajo el puente de la autovía, donde las obras han descubierto otro tramo de calzada que algunos han catalogado como no romana. Más adelante hay un área recreativa y la reproducción del miliario CXXXII. Supuestamente fue en este lugar, a 132 millas de Mérida, donde estaba asentada la mansio Caecilio Vico, aunque también hay disparidad de opiniones y algunos autores la sitúan en Baños de Montemayor. Bajamos por el robledal hasta el puente de la Magdalena o de la Malena, que cruzamos para salvar el cauce del río Cuerpo de Hombre.
A unos metros se alza un miliario y de seguido veremos un corral a mano derecha, guarda uno de los miliarios mejor conservados de toda la Vía. Se trata del número CXXXIV. Tras la visita disfrutamos de un tramo de tres kilómetros junto al río, hasta llegar a la carretera y enlazar de nuevo con la antigua calzada, por la que ascendemos a Calzada de Béjar.
El Camino, a veces, te premia en los lugares más inesperados. Y aquel mediodía, tras una subida exigente y un sol que ya empezaba a calentar con seriedad, Calzada de Béjar se nos apareció como un regalo envuelto en piedra y silencio. El nombre ya prometía algo antiguo, romano, firme. Pero lo que no esperábamos era ese pequeño rincón que se convertiría, durante unos momentos, en nuestro oasis.
Aparcamos las bicis con la parsimonia del que ya ha cumplido, y nos dejamos llevar por el instinto: una terraza discreta, unas mesas a la sombra y, como si todo estuviera preparado de antemano, unas cervezas frías que llegaron a nuestras manos como si fueran reliquias. El primer trago fue casi religioso. No era solo bebida: era recompensa.
Junto a la cerveza, aparecieron las viandas. Pan reciente, embutido, y algo de queso que parecía recién cortado. Todo servido con sencillez, pero con esa autenticidad que solo se encuentra en los lugares donde no hace falta adornar nada. Comimos despacio, entre bromas y miradas cómplices, con la satisfacción de quien sabe que se ha ganado ese momento.
El pueblo, pequeño y sereno, nos observaba sin prisa. Algún vecino se nos acercó a preguntar de dónde veníamos, y al saber que íbamos a Santiago, sonrieron con respeto: “No es poco lo que hacéis”. Y eso, dicho en voz baja y con naturalidad, nos supo mejor que el jamón.
Luego, claro, nos volvimos a subir a las bicis. Pero con otra cara. Porque hay lugares donde uno no solo repone fuerzas, sino también el alma.
La ermita del Humilladero nos da la bienvenida a esta pequeña población, de acertado nombre y que atravesamos hasta llegar a la plaza, donde está la iglesia de la Asunción y donde podemos admirar una muestra de la más típica arquitectura serrana. Dejamos la localidad para llanear durante seis kilómetros por el valle del Sangusín. A la izquierda, a lo lejos, las Batuecas y la Sierra de Francia. A la derecha, las sierras de Béjar y Candelario. El recorrido está jalonado por varios miliarios. Entre ellos el número CXLII, que se encuentra de nuevo a la orilla del río Sangusín tras su periplo como adorno en el Ministerio de Obras Públicas. Salimos al asfalto durante un corto trecho y tomamos un camino que nos llevará hasta Valverde de Valdelacasa, en cuyo término se debió situar la mansio ad Lippos.
Aquí nos reciben unos cruceros y la iglesia de Santiago. No tardamos en cruzar Valverde de Valdelacasa, que luce algunas esculturas jacobeas, para tomar la carretera que nos conduce, en ascenso, hasta la siguiente población: Valdelacasa, donde alcanzamos los 950 metros de altitud.
Abandonamos el pueblo y más adelante dejamos el asfalto por la izquierda. Vamos entre robledales. Aún habrá tiempo para más sorpresas, como la que nos depara el miliario CXLVIII, repuesto en el bautizado como Bosque del Peregrino. Aún retornamos una vez más a la carretera para alcanzar finalmente Fuenterroble de Salvatierra.
La etapa nos llevaba ya bien adentrados en tierras salmantinas cuando el hambre empezó a hablar más alto que las piernas. El sol caía con fuerza sobre la llanura, y el polvo del camino se pegaba a la piel como testigo del esfuerzo. Por eso, cuando divisamos los primeros tejados de Fuenterroble de Salvatierra, supimos que estábamos cerca de un alto importante. No solo por la comida —que ya se nos antojaba gloriosa—, sino por lo que representaba: una pausa con sentido.
Y allí estaba él. Como siempre. Gerardo, nuestro médico, apoyo logístico y compañero silencioso, nos esperaba ya aparcado a la sombra, furgoneta abierta como si fuera una tienda de campaña sobre ruedas. Con su eterna tranquilidad, nos recibió con una sonrisa, una nevera abierta y ese tono de voz que, más que preguntar, diagnostica: “¿Qué tal las rodillas? ¿Todo en orden?”. Algunos lo llamaban aguador, pero la verdad es que era mucho más que eso. Gerardo era la base de operaciones, el corazón que late tranquilo detrás del esfuerzo.
La comida en Fuenterroble fue sencilla, pero gloriosa: platos calientes, pan crujiente, cerveza fría para los valientes, y conversaciones cruzadas sobre cuestas, mapas y anécdotas. En ese momento, el cuerpo agradeció el descanso, pero el alma celebró la compañía.
El pueblo, pequeño y acogedor, parecía hecho a medida del peregrino: silencioso, llano, y con una hospitalidad antigua que no se finge. No era difícil imaginarse a tantos otros caminantes, a lo largo de los años, sentados en las mismas mesas, reponiendo fuerzas con el mismo sudor y la misma ilusión. Era un punto de paso, sí, pero también de encuentro con uno mismo.
Después del café, el descanso y las revisiones improvisadas de Gerardo, volvimos a cargar las mochilas. El Camino seguía. Pero en Fuenterroble de Salvatierra nos quedamos con algo más que una comida: nos llevamos la certeza de que hay lugares que no son solo parte del recorrido… sino parte del recuerdo.
Salimos del albergue y tiramos hacia la derecha por la calle Conejal y la carretera que se dirige a Casafranca. Dejamos por la derecha la superficie dura del asfalto, que intercambiamos por el piso suave de una amplia vereda de ganado bajo la que se disfraza la calzada. Algunas encinas diseminadas en el pasto y dos cercas de alambre y hormigón delimitan la anchura del cordel, que en una hora nos llevará hasta el arroyo de Navalcuervo.
Tras un breve repecho llegaremos a un encinar donde se alza una cruz de madera y una choza construida con ramas. Entre las encinas y después de una portilla giramos a la izquierda y cien metros más adelante a la derecha. Unas flechas en la cancela de la finca nos invitan a entrar, aunque es mejor continuar por el exterior, siempre en paralelo a la valla. Caminaremos campo a través, con la referencia de la valla de alambre y de las flechas pintadas sobre las piedras. Nada más pasar otra cancela, la pista se hace más patente.
Avanzando por ella llegaremos a un cruce de caminos. El de la izquierda se dirige a Navarredonda de Salvatierra, pero continuamos de frente y ascendemos durante otro kilómetro hasta tomar una senda que aparece sobre la pista, a mano izquierda, en este punto, a la altura de un paso canadiense hay un cartel informativo que nos ofrece la posibilidad de ir hasta la localidad de Morille sin ascender al pico de la dueña por las localidades de Pedrosillo de los Aires y Monterrubio de la Sierra, pero sin pasar por San Pedro de Rozados ahorrando así más de dos kilómetros de etapa, (si optamos por esta opción tenemos que seguir recto en la bifurcación, esta señalizada con flechas amarillas y se llegara a Pedrosillo de los Aires poco más de 6 kilómetros, localidad esta que cuenta con un refugio de peregrinos de 10 plazas, teléfono 629 129 647 y que funciona por donativos, desde allí se llega a Monterrubio de la Sierra en otros 5 kilómetros y desde allí a Morille en 6,5 kilómetros más). Por esta senda iniciamos la ascensión final al Pico de la Dueña, a 1.169 metros de altitud y coronado por una cruz de Santiago que se encargó de subir el párroco de Fuenterroble, Blas Rodríguez. La ascensión hasta el pico, la cota más alta desde Sevilla, no es la más fidedigna a la vía romana, ya que es inverosímil que su trazado se planteara por aquí. Son más de tres kilómetros y medio, no muy duros. A la altura de los aerogeneradores parece haber concluido la ascensión, pero aún quedará un trecho hasta la cima. Junto a la cruz hay un excelente lugar para degustar las viandas recreándonos con las vistas del campo charro.
Descendemos en medio del robledal por una senda de piedra suelta que enlaza con la DSA-204. Siguiéndola pasaremos junto a la dehesa La Dueña, donde se crían toros de lidia. No en vano estamos en el campo charro, comarca salmantina famosa por sus ganaderías. Más adelante podremos evitar el roce del asfalto caminando por alguna de las rodadas que surgen a la izquierda de la carretera. Alcanzaremos el puente sobre el arroyo Mendigos.
Doscientos metros más adelante se encuentra la finca Calzadilla del Mendigos, cuna de la ganadería brava Montalvo. Nuestro periplo carretero se alarga durante 4 kilómetros de falso llano hasta llegar a un cartel que señaliza San Pedro de Rozados. Dejamos la carretera por la izquierda y, tras un repecho y su consiguiente descenso, llegamos hasta esta localidad.
Vamos hasta la panadería y giramos a la derecha por la avenida Comuneros para abandonar el pueblo por una larga recta. El comienzo es extraño, ya que, habituados a partir en dirección norte, estamos avanzando hacia el este. Dejamos las últimas casas atrás y en unos cientos de metros cruzamos una carretera. Tras ella, a tan sólo 300 metros, giramos a mano izquierda y recuperamos en parte el rumbo. Por una amplia y despejada pista, que sigue la línea de los postes, llegamos después de unos 3 kilómetros hasta Morille final de etapa y reposo merecido (con desvío épico incluido).
Tras kilómetros de pedaleo bajo el cielo inmenso de Salamanca, llegamos por fin a Morille, un pequeño pueblo que, sin grandes alardes, nos ofreció exactamente lo que necesitábamos: calma, silencio y descanso. La etapa había sido larga, castigada por el sol y por esos falsos llanos que parecen no terminar nunca. Las piernas, ya en automático, agradecieron ver el cartel de entrada al pueblo como si fuese un premio.
Pero antes de alcanzar esa paz rural y ese albergue soñado, el Camino nos tenía preparada una de esas sorpresas que se recuerdan más tarde entre risas… o al menos se intentan recordar así. Por un despiste en el cruce, acabamos desviándonos por un camino que nos llevó —cómo no— a un epopeya llamada Dueñas, que en ese momento nos pareció más una gesta medieval que una ruta alternativa. La subida fue dura, inesperada, y hasta algo absurda: rampas imposibles, terreno irregular, y ni una sombra donde buscar refugio. Solo nos faltó un dragón para coronar la historia.
Entre resoplidos, bromas para disimular el agotamiento y el sudor cayendo como lluvia interior, superamos el reto. Fue una prueba más del Camino, de esas que no se planean pero se aceptan. Una anécdota que se ganará su sitio en cada sobremesa de aquí a Santiago.
Finalmente, Morille nos abrió sus puertas con una calma que contrastaba con lo vivido minutos antes. El albergue privado fue un auténtico remanso: limpio, acogedor, con duchas calientes y camas que parecían diseñadas a medida para bicigrinos rotos. Colgamos las bicis como quien cuelga el casco después de una batalla, y nos dejamos caer.
Gerardo, cómo no, ya estaba allí. Fiel a su papel de médico, aguador y estratega, nos recibió con agua fría, réflex en mano y una mirada mezcla de reproche cariñoso y alivio: “¿Quién os mandó meteros por ahí?”. Nos encogimos de hombros. El Camino manda.
Y esa noche, bajo el cielo estrellado de Morille, descansamos. No solo el cuerpo, también el orgullo. Porque incluso en los errores, el Camino tiene su forma de enseñar.
En Morille no hicimos mucho más. Y sin embargo, fue uno de esos finales de etapa que se graban. Porque lo sencillo, cuando llega en el momento exacto, se vuelve inolvidable. Una ducha larga, una cena ligera, una conversación en voz baja mientras el cielo se llenaba de estrellas… y luego, el descanso.
El Camino seguía al día siguiente, pero en Morille, supimos parar. Supimos descansar. Supimos agradecer.
Hervás es uno de esos pueblos que sorprenden al peregrino. Situado en pleno Valle del Ambroz, en la Vía de la Plata, combina naturaleza, historia y hospitalidad. Ideal para descansar, pasear y empaparse de cultura. Aquí todo invita a la calma y al disfrute. Estos son algunos de los lugares que merece la pena conocer:
“EL DESCANSADERO”: Puerta de Castilla y León en su meta hacia Compostela, donde la orografía y el clima son de otra manera. Atrás queda Baños de Montemayor (700 m). Y, ahora, tras la pronunciada subida aparece Puerto de Béjar (950 m), referente “Descansadero” a lo largo de la historia en la romanización y en la trashumancia, porque se prefería “dormir la fatiga” después de la cuesta de Baños para iniciar el nuevo día con una semiplanicie y bajada hasta el Puente de la Malena y asi coger poco a poco el ritmo del Camino.
A casi 800 metros de altitud y dividido por la calzada romana, Calzada de Béjar está en un posición privilegiada. Entre la sierra de Béjar y el valle del río Sangusín, por el que continúa la Vía de la Plata hacia Valverde de Valdelacasa. Su censo ronda la centena de habitantes pero poco importa. Tiene excelentes muestras de arquitectura popular.
En su término municipal, medio kilómetro antes de entrar en la población, estaba situada la mansio Ad Lippos, la séptima desde Mérida.
En el libro Por Salamanca también pasa el Camino de Santiago (Primera edición de 1965 y ahora reeditado), su autor Salvador Llopis, hace la siguiente referencia del Camino a su paso por Fuenterroble: “Antes de llegar a Fuenterroble se abre un paisaje de trigales. Se ha dejado atrás la Castilla política y se entra en la Castilla geográfica cantada por Gabriel y Galán. Fuenterroble, nombre de eufonía recia, mantiene el carácter jacobeo. Por el sitio llamado los Barros Coloraos, descendía la calzada romana, hoy convertida en un camino muerto surcado de carrilones. En un paraje amplio a la vera de la Sierra de Tonda, no lejos de la Calzada, todavía existe la Fuente de Santiago, según tradición “servía para saciar su sed los caminantes”. Hoy Fuenterroble mantiene, más si cabe, ese carácter Jacobeo. Gracias en gran parte al párroco Blas Rodríguez que promueve toda clase de actividades desde la Asociación de Amigos del Camino de Santiago Vía de la Plata de Fuenterroble. A finales de octubre de 2010 se inauguró en esta localidad un Centro de Interpretación de la Vía de la Plata.
El municipio está formado por Morille, donde está el ayuntamiento, y los núcleos de la Regañada y Monte Abajo. En la década de los 50 llegó a tener 1.000 habitantes dedicados, en gran parte, a la minería. Hoy cuenta con unos 260 vecinos.
"El ciclismo no es un juego, es un deporte. Duro, difícil e implacable, y requiere grandes sacrificios."
Jean de Gribaldy